Ese era su nombre. Y de apellido Proust.
Me gustó porque todo lo observaba, y porque destilaba sensibilidad rayando en el dolor en cada palabra y cada silencio.
Era bien parecido, un poco serio, la barba y el bigote sin embargo le dulcificaban la cara.
Vivía inmerso en su chabola y en su mundo, al que solo unos cuantos privilegiados podían acceder. Yo no, desde luego.
No le gustaba la gente, los seres humanos, como él decía, solo algunos. Muy pocos y contados, aunque vislumbré más amor y respeto por sus iguales que otra mucha gente.
Me rozó solamente, pero su aplomo, integridad y bondad -porque supe verla-, me desbordaron.