Pensė, tras conocerlo, que representaba a la perfección el exceso y el egocentrismo, la vanidad en persona.
Parecía un actor antiguo, con sus iluminados dientes e impecable americana beige.
Según me contaba había ejercido puestos de poder y estaba acostumbrado a mandar. Era la viva imagen de la prepotencia y el engreimiento. Jaume el condescendiente.
Destilaba cultura e inteligencia, y sobrada experiencia en aspectos de la vida que llamaban mi atención.
Estaba segura de que sus ojos habían visto cosas y personas que yo jamás podría alcanzar o ver, y saber que se movía en espacios y situaciones ajenas a mi mundo me excitaba, despertaba mi curiosidad. Extrañamente, y a pesar de todo lo que me repelía o alejaba de él, había algo indescriptible que me arrojaba a su lado y desearle. Era capaz de ver su desnudez, sin brillos y sin escaparate alguno, oler al hombre e intuirlo.
Sin embargo, me encontraba ante un seductor profesional, ante un don Juan manipulador y apetitoso de mente privilegiada.
Algo me decía que debía pasar amablemente de página, así que decidí hacer caso a mi voz interior y, como vulgarmente se dice, le di giro.
Ahora, en perspectiva, me resulta claro y cristalino: Jaume solo se amaba a sí mismo. A él y a sus supuestos logros: sus conquistas, su dinero, su inteligencia, su estatus, su poder… Tenía el ego demasiado grande como para ver que hay un otro. Una otra, en este caso.
Y fueron felices y comieron perdices.